La hipocondría o el llamado síndrome del ‘mal oscuro’ se comporta como una planta. Cuando se habla de la enfermedad que cree padecer una persona, es como si se regara la planta con un fertilizante especial que la hace crecer más y más, por lo que conviene establecer un pacto de silencio y limitar así su crecimiento.
Considerada hasta fechas recientes por la psicología como una alteración secundaria y rechazada por médicos hastiados de interminables consultas y quejas de irresolubles -por inexistentes- enfermedades físicas, la hipocondría ha empezado a recibir la necesaria atención sólo en los últimos 20 años. Y eso que ya los sabios de la Grecia clásica, con Hipócrates a la cabeza, describieron, hace más de 2.000 años, esta enfermedad, que consideraban orgánica.
Si bien adquirió notoriedad en el siglo XVII gracias a una de las grandes obras de Molière, ‘El Enfermo Imaginario’, no fue hasta el siglo XIX cuando la medicina europea le prestó algo de atención aunque, para desgracia de los afectados, con exiguos resultados.
En la actualidad, la hipocondría se define como un trastorno mentalcaracterizado por el miedo a tener o por la convicción de padecer una grave enfermedad orgánica, a pesar de que las exploraciones médicas la hayan descartado. Desde el punto de vista clínico, se diagnostica cuando su duración es superior a los seis meses, causa malestar significativo (en forma de angustia y depresión), interfiere en la normal satisfacción de las necesidades sociales y laborales del enfermo, y no se puede explicar por otras patologías como el delirio, la ansiedad generalizada, el trastorno obsesivo o la depresión mayor.
La enfermedad de cerca
En general, los sujetos que padecen este trastorno han vivido de cerca la enfermedad durante su infancia, ya sea en carne propia o en la de alguna persona muy cercana (abuelos, hermana o amigo muy querido). Es habitual encontrar a familiares directos que han sido hipocondríacos y han actuado como modelos de quejas o de sobrepreocupación por cualquier menudencia como un simple resfriado, o que han muerto de forma súbita. Estas experiencias les llevan a sentirse muy vulnerables, a tener conciencia de que, en cualquier momento, pueden morir o sufrir una enfermedad terminal, y empiezan a estar alerta ante cualquier señal en su cuerpo que les indique que esto está a punto de suceder.
Pensamientos negativos
Aquí empieza el problema: la sobrepreocupación por llegar a padecer una enfermedad mortal les lleva a desarrollar una atención constante ante cualquier cambio fisiológico significativo, en especial a los relacionados con su experiencia: si el abuelo murió de una crisis cardiaca, estarán muy atentos a los cambios que se producen en su propio corazón. Dado que están muy activados y muy atentos, es de esperar que los constantes cambios que se producen en el organismo, en su continua adaptación al entorno, no sólo sean percibidos, sino que sean amplificados gracias a la atención selectiva que les presta.
Emocionalmente activos
Ante el pensamiento de que ha contraído una enfermedad grave es inevitable que en la persona se genere una activación del sistema nervioso que producirá muchos y muy intensos cambios (aunque normales) en su fisiología: aumento de la tasa cardiaca, del tono muscular o dilatación pupilar. En los hipocondríacos, tan atentos a los pequeños cambios, estos cambios les llevan a confirmar -sin ningún género de dudas- que están enfermos.
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